Saturday, March 27, 2010

De: Milagros Mata Gil, (escritora venezolana)



LA ÍNTIMA PENA POR LA MUERTE DE ACOSTA

Cuando regresé a El Tigre, hace ya dos años, muy quebrantada por las circunstancias de la vida, llegué a vivir en una casa alta, cálida y silenciosa. Perfecta para la restauración, rodeada de personas silenciosas y educadas que comprendieron mi necesidad de enclaustramiento cuasimonástico.Entonces, conocí a Acosta. Eravigoroso, aventurero, enamoradizo, por lo visto con mucho éxito. Y amable. Se dejaba acariciar y correspondía gentilmente a las caricias.De cuando en cuando mostraba un temperamento colérico y alarmista,pero en realidad nadie lo tomaba en serio.Había llegado a esa casa algún tiempo antes y se desconocían las condiciones de su vida antes de eso, pero, por lo visto, no habían sido muy buenas que dijéramos. Aún le gustaba perderse un tiempo lejos de la rutina doméstica y en ocasiones regresaba maltratado y lleno de magulladuras de esas aventuras. Personalmente, sentía que él me cuidaba y me trataba como lo que era: una persona frágil y de sonrisa devaída. Pero no se preocupaba excesivamente, porque intuía que podía salir adelante "con un poco de ayuda de mis amigos". No tenía muchos contactos sociales entonces y no es posible decir que los tenga ahora,aunque, por supuesto, tengo más que entonces. Así que mis amigos estaban lejos, o muertos, o, simplemente, no estaban en el orden de mis intereses. Leía algo. Veía televisión y, cuando salía a caminar o a comprar alguna cosa, Acosta me acompañaba a menudo.También a menudo, cuando regresaba de mis más largas gestiones: el supermercado, el banco, las compras varias y algún trabajo que intenté realizar, Acosta estaba fuera, esperando que alguien abriera la reja de acceso y yo lo hacía, no sin llamarle la atención por esas ausencias aventureras. De una de ellas, llegó con una oreja casi desprendida. No lo vi sino después, cuando el ingeniero Simón había ejercido allí una cirugía brutal, cercenándole la oreja. Acosta no pareció afectarse mucho y, como la naturaleza es sabia, pronto se adaptó a la nueva situación. El ingeniero decía que ese efecto le causaban a los machos las muchas aventureras femeninas y decía, entre recriminador y orgulloso, que Acosta había empreñado a unas cuantas por los alrededores. En fin, que Acosta siguió con su vida y el advenimiento de otros habitantes no solamente no lo inquietaba, sino que contaba con por lo menos dos oyentes, jóvenes que escuchaban anhelantes el relato de sus aventuras.Ahora, Acosta murió. Hace poco más de una semana, llegó maltratado,como si hubiera sido atropellado por un automóvil. Al principio, fuera de la lentitud de sus movimientos, comía y bebía con cierta normalidad. Después, prefería permanecer echado en algún rincón. Comía y bebía si le llevaban la comida. María José comenzó a darle desde un principio antinflamatorios y parecía ayudarlo. Trataba de recuperar la normalidad, inclusive un día salió, pero muy brevemente. Pero se fue agravando, sin quejarse, muy dignamente.Después, comenzaron los vómitos. Traté de examinarlo, pero necesitaba radiografías, creo, y no era posible hacérselas. Así que me sentaba un rato a su lado, acariciándolo un poco, hablándole un poco. Y él me escuchaba, mirándome con unos ojos tristísimos, pero sin quejarse, ni responder más que moviendo la cola débilmente. Ayer por la tarde, me invadió una tristeza de muerte. Me acosté un rato y, cuando desperté, Acosta había muerto. Fue un suceso que nos dolió a todos: María Enriqueta y María José prepararon todo para enterrarlo. Carlos Juan cavó la fosa en el patio. Luego, pusieron el cuerpo de Acosta, que ya estaba rígido, sobre una sábana que cerraron y lo llevaron a enterrar. Lo que más me sorprendió fue la conducta deToby Ramón, el otro perrito. Es joven, no había visto la muerte, Acosta era su amigo y su mentor y ahora, veía que lo metían en un hueco. Iba de un lado a otro, buscando el rastro de Acosta, asomándose para ver si volvería de la calle, como siempre. Estaba muy triste,pero también desconcertado.Esta mañana, me levanté como cada día, limpié como cada día. Tenía restos de comida y pensé dárselos a Acosta. Entonces sentí el dolor.Caminé hasta el rincón donde lo enterraron y me quedé un rato allí, desconcertada. Acosta había sido un amigo, un protector, un perro amarillo, grande y sólido, un aventurero buscapleitos. Pero también parte de nuestras vidas. De la mía, por lo menos, durante dos años,pero él debía tener unos seis años y aún hubiera podido vivir algo más. Sin embargo, esas decisiones están fuera de nuestro control.Algunos dicen: "mientras más conozco a los hombres, más quiero a miperro". Lord Byron hizo enterrar a su perro en un mauseleo donde grabó: "Aquí yace un ser que tenía todas las virtudes de los hombres y ninguno de sus defectos". Recordé mis tiempos en Clarines, con los ocho perros y cómo el Chuto apenas si le sobrevivió al Kike unos meses. Debí haberme traído a la cachorra de Malta, la Gordita, que me miraba tristemente cuando Hugo se la llevó. Pero no era entonces la persona más indicada para atenderla.Lo cierto es que Acosta debe estar en un cielo especial de los perros,rodeado de perras que se desviven por su atención y comiendo ricos guisos de pescuezos de pollo, o cualquier otra cosa que le gustaba siempre más que la perrarina. Y nosotros tenemos un hueco: el de su ausencia.

Milagros Mata-Gil de Carnevali 19 de Julio del 2009
ILUSTRACIÓN TOMADA DE INTERNET, NO ES DE ACOSTA,
LAMENTABLEMENTE. tc.

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