"Alguien vuelve a llenar las tardes de palomas", "Su nombre, Julia" y otros relatos, formando un todo en el libro SÓLO DE VEZ EN CUANDO, que se vino al lado de APUNTE A LÁPIZ, poemas), en esos viajes de correos de papel, son la única presencia en esta biblioteca de la obra de René Rodríguez Soriano, escritor dominicano del que hemos oído hablar en estos últimos años con merecida razón, por su trayectoria literaria y la gran labor de difusión cultural tanto en conferencias, como a través de MediaIsla y la presentación de sus libros en otros países. Me llama la atención la reiterada presencia de un nombre: Julia, quizás una realidad, una metáfora o algo más; esto no importa, pero sí el ambiente, algunas veces de misterio que rodean la lectura y que nos permite acercarnos a un autor que sabe llegar fuerte en su narrativa.
De: mediaisla que recibo regularmente, es el texto: Veredas del recuerdo, que tomé en forma deliberada para este espacio, sin antes olvidar y agradecer el envío de sus libros a los que hice referencia al principio. TC.
Veredas del recuerdo
Los buenos libros, necesariamente no tienen por obligación que enseñarnos algo.
Por René Rodríguez Soriano
© mediaIsla
Siempre recuerdo el día en que Virginio me llevó, montaña arriba, hasta el lugar donde manaba el agua más fría y dulce que he bebido jamás. Era sábado, no había escuela, y el caballito melao, sin rechistar, si aspavientos, sorteó arroyitos y pedregales sin resbalar, sin corcovear. Sería tal vez el mediodía, estábamos tan lejos que era imposible oír el pito de las doce, minutos más, minutos menos, pero qué importa, andaba con Virginio y con él los días no tenían orillas, sabían a ginas y a guamas y a caimitos y a limones. La escuela era un baldío del recuerdo que retornaría el remoto lunes cuando Dolores, a la entrada, nos invitara a cantar nuevamente: "ya empezó su trabajo la escuela y es preciso elevarse al azul…"; recuerdo otro domingo, no sé cuándo ni con cuál de mis hermanas, caminando y descubriendo un verde que jamás he vuelto a ver. Pinar Bonito se llamaba aquel lugar, fuimos allí después de misa. No recuerdo haber regresado jamás, el río crecido o los prácticos que trazan y borran los caminos o algún insigne talador de la patria habrá dado cuenta de las cientos de miles de tonalidades de verdes que me robaron y me devolvieron el aire esa mañana. De grande, vuelvo allí cada vez que cabalgo sobre el potro sin freno de la lengua, y leo y me leo entre las líneas que abren compuertas a la imaginación y a la memoria. Recuerdo diez, quince o dieciséis ciudades por las que he pasado y caminado alguna vez bajo las sombras de sus árboles y edificios; recuerdo a Troya, Ur, Macondo, Santa María, San José del Puerto y cientos de miles de ciudades de palabras, mágicas palabras que a través de su lectura me transportan e introducen por rincones y lugares que acontecen en el mundo inmenso y sabio de las páginas de los libros. Viajo en barco, en bus y en aeroplano cuando leo, y leo cuando viajo en barco, en bus y en aeroplano.
Acabo de venir de un viaje donde alterné, podría decirse, con tantos y tantos entrañables amigos y conocidos, y conocidos de mis conocidos. Anduve por los patios y los callejones de la infancia. No me detuve en procesiones ni en retretas, robé y corté rosas y dalias y gladiolos y claveles. Oí llorar más de una vez las guitarras de la madrugada y a Homerito salmodiando sus "Querube"; oí a mamá rezar y vi a papá darle de comer a las gallinas. Volví a la escuela, a todas las escuelas a las que fui de mañanita con neblina y sin linterna. Leí de nuevo en mi desgastado manual de la "Colección Sembrador". Nada fue remoto ni en el espacio ni en el tiempo, las fórmulas, los mapas, los dioramas, la tiza y el compás siguen pautando traslaciones y rotaciones. Y el recuerdo, sin capote, sale a la intemperie a lavarse de la ausencia y el hastío. Ahora no recuerdo si este intenso viaje fue en barco, en bus o en aeroplano, sólo sé que la memoria se me salió de madre y salté y corrí y nadé en las aguas limpias del recuerdo más puro. Acabo de leer Datos y relatos del ayer. Recuerdo la tarde en que su autora puso en mis manos un ejemplar recién salido de impresión, tenía ese olor que sólo tiene en mi memoria el pan que hacía doña Poma en un caldero ya sin forma y sin color definidos. Los libros entrañables tienen esa particularidad, traspasan la piel, se le pegan a uno como parte de uno mismo y no hay forma de escaparse de su influjo o de su embrujo. Lo puso en mis manos con esa orgullosa timidez con la que la madre lleva al crío a la escuelita por primera vez, y lo traje conmigo o yo me fui con él, viajé a través de él de vuelta al barrio, a ese lugar donde dice Ernesto Sabato que siempre se retorna, a reencontrarse con los muchachos, con los amigos de siempre, con los pana; y vuelve a corretear, a marotear y a ver pasar y saludar a los muchachos y muchachas que se sentaron junto a uno en la misma fila, con los mismos maestros y frente al mismo pizarrón. Alba Estela Burgos Weber fue maestra por 35 años de su vida, oyó y vivió quién sabe cuántas historias en las calles de la hoy vieja Ciudad Nueva. Ahora, que ya a nadie asusta el coco ni el haitiano con su mocha de cien filos, ella no pretende enseñarnos nada ni cambiarle los colores al mapa ni definir la ruta incierta de los días sin luz, mojados; a una distancia que, lo mismo da que sea cercana o lejana, ella sólo quiere invitarnos al barrio, sentarnos en la vieja mecedora a ver los días pasar, de lunes a domingo, llenos de buhoneros, marchantas, bicicletas, mariposas y la muchachachería y el cepillito negro aquél, impertérrito, infaltable, insultándolo todo. Los buenos libros, necesariamente no tienen por obligación que enseñarnos algo. Con que nos insinúen un trecho, un hueco en el espacio para poder soñar o volar, es suficiente, y Datos y relatos del ayer de Alba Estela Burgos Weber cumple, con creces, este cometido. Justo es reconocerlo, y saludarlo. mediaisla@bellsouth.net
Siempre recuerdo el día en que Virginio me llevó, montaña arriba, hasta el lugar donde manaba el agua más fría y dulce que he bebido jamás. Era sábado, no había escuela, y el caballito melao, sin rechistar, si aspavientos, sorteó arroyitos y pedregales sin resbalar, sin corcovear. Sería tal vez el mediodía, estábamos tan lejos que era imposible oír el pito de las doce, minutos más, minutos menos, pero qué importa, andaba con Virginio y con él los días no tenían orillas, sabían a ginas y a guamas y a caimitos y a limones. La escuela era un baldío del recuerdo que retornaría el remoto lunes cuando Dolores, a la entrada, nos invitara a cantar nuevamente: "ya empezó su trabajo la escuela y es preciso elevarse al azul…"; recuerdo otro domingo, no sé cuándo ni con cuál de mis hermanas, caminando y descubriendo un verde que jamás he vuelto a ver. Pinar Bonito se llamaba aquel lugar, fuimos allí después de misa. No recuerdo haber regresado jamás, el río crecido o los prácticos que trazan y borran los caminos o algún insigne talador de la patria habrá dado cuenta de las cientos de miles de tonalidades de verdes que me robaron y me devolvieron el aire esa mañana. De grande, vuelvo allí cada vez que cabalgo sobre el potro sin freno de la lengua, y leo y me leo entre las líneas que abren compuertas a la imaginación y a la memoria. Recuerdo diez, quince o dieciséis ciudades por las que he pasado y caminado alguna vez bajo las sombras de sus árboles y edificios; recuerdo a Troya, Ur, Macondo, Santa María, San José del Puerto y cientos de miles de ciudades de palabras, mágicas palabras que a través de su lectura me transportan e introducen por rincones y lugares que acontecen en el mundo inmenso y sabio de las páginas de los libros. Viajo en barco, en bus y en aeroplano cuando leo, y leo cuando viajo en barco, en bus y en aeroplano.
Acabo de venir de un viaje donde alterné, podría decirse, con tantos y tantos entrañables amigos y conocidos, y conocidos de mis conocidos. Anduve por los patios y los callejones de la infancia. No me detuve en procesiones ni en retretas, robé y corté rosas y dalias y gladiolos y claveles. Oí llorar más de una vez las guitarras de la madrugada y a Homerito salmodiando sus "Querube"; oí a mamá rezar y vi a papá darle de comer a las gallinas. Volví a la escuela, a todas las escuelas a las que fui de mañanita con neblina y sin linterna. Leí de nuevo en mi desgastado manual de la "Colección Sembrador". Nada fue remoto ni en el espacio ni en el tiempo, las fórmulas, los mapas, los dioramas, la tiza y el compás siguen pautando traslaciones y rotaciones. Y el recuerdo, sin capote, sale a la intemperie a lavarse de la ausencia y el hastío. Ahora no recuerdo si este intenso viaje fue en barco, en bus o en aeroplano, sólo sé que la memoria se me salió de madre y salté y corrí y nadé en las aguas limpias del recuerdo más puro. Acabo de leer Datos y relatos del ayer. Recuerdo la tarde en que su autora puso en mis manos un ejemplar recién salido de impresión, tenía ese olor que sólo tiene en mi memoria el pan que hacía doña Poma en un caldero ya sin forma y sin color definidos. Los libros entrañables tienen esa particularidad, traspasan la piel, se le pegan a uno como parte de uno mismo y no hay forma de escaparse de su influjo o de su embrujo. Lo puso en mis manos con esa orgullosa timidez con la que la madre lleva al crío a la escuelita por primera vez, y lo traje conmigo o yo me fui con él, viajé a través de él de vuelta al barrio, a ese lugar donde dice Ernesto Sabato que siempre se retorna, a reencontrarse con los muchachos, con los amigos de siempre, con los pana; y vuelve a corretear, a marotear y a ver pasar y saludar a los muchachos y muchachas que se sentaron junto a uno en la misma fila, con los mismos maestros y frente al mismo pizarrón. Alba Estela Burgos Weber fue maestra por 35 años de su vida, oyó y vivió quién sabe cuántas historias en las calles de la hoy vieja Ciudad Nueva. Ahora, que ya a nadie asusta el coco ni el haitiano con su mocha de cien filos, ella no pretende enseñarnos nada ni cambiarle los colores al mapa ni definir la ruta incierta de los días sin luz, mojados; a una distancia que, lo mismo da que sea cercana o lejana, ella sólo quiere invitarnos al barrio, sentarnos en la vieja mecedora a ver los días pasar, de lunes a domingo, llenos de buhoneros, marchantas, bicicletas, mariposas y la muchachachería y el cepillito negro aquél, impertérrito, infaltable, insultándolo todo. Los buenos libros, necesariamente no tienen por obligación que enseñarnos algo. Con que nos insinúen un trecho, un hueco en el espacio para poder soñar o volar, es suficiente, y Datos y relatos del ayer de Alba Estela Burgos Weber cumple, con creces, este cometido. Justo es reconocerlo, y saludarlo. mediaisla@bellsouth.net
1 comment:
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