Poética de los reflejos impares: hacia una constante búsqueda de la realidad
Muchos poetas hispanoamericanos (incluyendo a los de mi país) han hablado siempre con aliento de sabiduría sobre la constante búsqueda de la realidad. José Lezama Lima nos habla del gato que rodea con su cuerpo la bola de cristal puesta a rodar por Ezra Pound . Pound nos dice: yo os traje la bola de cristal, ¿quién la levantará? Octavio Paz (dos lúcidos corches, sus orejas) nos habla del tiempo rectilíneo y nos deja pensando en los ratones que se comen los libros y las pulgadas de pulgas en los cabellos de la venus y afirma que el poema es un hacer que es un decir... Pero no, el poema no es un decir ni es un hacer: el poema se resiste a ser lo que se hace para ser lo que se olvida de hacer y lo que no se dice nunca ni se dirá. ¿Buscar la realidad? ¿Buscarla dónde y para qué? ¿No nos basta con vivir cada momento de nuestras vidas con la conciencia de que lo que vivimos es real? ¿O pretendemos que hay otra realidad, aparte de la que ya conocemos, que, posiblemente, no pertenece a nadie, y está metida en unos de esos limbos de la conciencia exterior o interior del más allá, del aquí inagotable, del insaciable ahora preconcebido milagrosamente? Hemos buscado la realidad en Dante por todo el infierno, el purgatorio y el paraíso y todavía creemos que la hemos perdido de vista, con John Milton, la seguimos buscando desde antes, en los Vedas, en las acertadas conjeturas del Buda... ¿Descubrir la realidad para luego colonizarla, amurallarla? ¿Por qué no mejor hacerla pedazos ante los mil curiosos que se avecinan con más ojos que bocas? Sabemos que la realidad no hay que buscarla, ella está en todas partes y en todas las cosas que el hombre hace constantemente, día tras día. La realidad es el hombre mismo. El hombre hace la Historia a su propia imagen. Salir a buscar la realidad (como si se nos hubiera perdido) es algo cómico ¿no crees?. Como ejercicio, me puse también a buscarla, a nado, por los setos y por los pergaminos de las enciclopedias, por entre el medio de los grandes mercados cubiertos de porquería, de trozos de comida, de moscas y de fármacos, de sastres y de ángeles bizcos, de sardinas y de habichuelas cocidas con rabitos de salamandra, conchas de tortugas, en fin. La busqué tanto que volví, sin ningún resentimiento, a sentarme en mi hamaca y a meditar profundamente sobre la constante realidad de las cosas. Me dio un revoltijo en las tripas. Ya me dolían los dedos de pensar y me dolían las suelas de mis zapatos rotos de quedarme inmóvil, me dolía el dolor de saberme pensando en algo tan obvio, pero claro, esencial. Nadie puede escribir un poema sin realidad, aunque no se escriba el poema “realista” que pide el vulgo ni el poema “con pensamiento” que piden las momias del intelectualismo arcaico de estos días. El joyero trabaja su joya y no piensa en la realidad, para él, su trabajo es la joya, buscar y procurar el máximo de belleza en su joya: eso es la realidad. Carga su obra de especial energía hasta que ésta alcanza –para él- los atributos del mayor arte. Si la encuentra demasiado adornada, procurará, en un punto, moderar las exageraciones. Si la encuentra demasiado sencilla, procurará que esta sencillez, sea capaz de ser reflexionada y trabajada con tal destreza que pase como delito simple, como complicidad. Si todavía encuentra que tal sencillez es algo abultada, entonces, empezará por hacerla ligera, hasta que parezca tan natural como la sencillez de un riachuelo.
La constante búsqueda de la realidad le ha permito al hombre explorar el mundo de afuera. Ver desde el punto de afuera todo cuanto le rodea y le es particularmente importante y una vez habiéndose situado en ese mundo de afuera, comprende que no está afuera, que ese mundo está también adentro. La palabra dominante se llama participación: el hombre, el poeta, participa con el mundo en la creación del poema como en su destrucción. Quedan abolidos los modelos y el poeta autentico descubre que su aventura implica el desarraigo. Pero “desarraigo” de sí mismo y de todo. Ya no quiere buscar sino encontrar. Encuentra y su palabra se hace más tensa y más noble. Comprende que siempre ha estado fundido a su realidad y a la constante realidad de las cosas, que sus sensaciones le indican la forma de sus mejores pensamientos. “Pensar”, en poesía, es despojarse de los pensamientos del pasado y entrar a un tipo de pensamiento vacío como hace, por ejemplo, el águila o el cóndor. Cuando nace, el águila es arrojada al vacío: su instinto de supervivencia la hace equilibrarse en el aire, y volar. El poema es el pichón de águila que su creador arroja al vacío, no antes sin procurarle, suficiente fortaleza, y suficiente espacio y toda la soltura y altura que necesita, de ahí que se hable del vértigo no ya como sensación o malestar, sino como aventura y peligro.
Ahí empieza la realidad del poema: en el instinto humano de saberse vivo para la vida. Todo gran poeta empieza pensando qué hacer con los pensamientos que se le agolpan en las entrañas o en la mente. ¿Qué hacer con esto y con aquello? ¿Qué hacer hoy, que hacer mañana en este mundo decrépito? Justamente, vivir. Escribir. Pensar y limpiar la mente de todo pensamiento y prejuicio: la poesía no es solamente pensamiento, así como el pensamiento no es solamente pensamiento. Sentir la vida a cada momento a pulmón lleno, reflejar eso que la vida nos da constantemente y agradecer si está frío, por el frío; si está caliente, por el calor; si está claro, por toda la claridad, etc., etc., etc. Y volver otra vez a repensar el mundo participando en él, involucrándonos en todo lo que es y somos: un universo completo.
Dejemos que los filósofos se ocupen por darle forma al huevo: nosotros, los poetas, conocemos su esencia, intuimos el movimiento de las cosas. El filósofo se encarga por recoger evidencias de una cosa y de otra para ir comparando y sacando conclusiones: los poetas no sacamos conclusiones de nada, no nos importan las conclusiones ni las evidencias, sino los comienzos. Comparamos como quien mide el ancho de toda la tierra y volvemos a comparar la redondez de la tierra con la redondez de una manzana. No nos preocupa demasiado si la tierra es más pequeña o más grande: cabe lo mismo en un bolsillo de nuestra chaqueta. Y esto es lo que es hacer que algo sea, definitivamente, evidente.
Así nos damos cuenta que la realidad existe y que está ahí, delante de nosotros, porque podemos comparar una cosa con otra, y otra con ninguna y sabemos distinguir por qué es un pensamiento un pensamiento y por qué es contradictorio este pensamiento con otro, etc. Sabemos, intuimos, que el conocimiento nos hace inferiores o superiores a nuestro propio lenguaje, con lo cual se prueba, que la supuesta superioridad de un elemento sobre otro, es completamente relativa. Somos un mismo hombre y una misma mujer, hablamos (todos) lo mismo, siempre. Pero el caso es más complicado todavía, queremos reconocerle a nuestra capacidad de “imantación” intelectual, los diversos grados de nuestra singular imaginación. Tenemos imaginación, está bien, pero ahora, ¿qué hacemos con ella? ¿Buscar la realidad o fundarla? Volverla a fundar después de fundada, pero fundiéndonos en ella como hicieron Homero, Dante y Virgilio. Partir de cero y a partir de cero llegar al punto máximo que da un equivalente a cero, luego tratar de comprender que comprender ya basta. El Buda no se iluminó sino hasta cuando en su mente se hizo clara aquella comprensión de estar ya iluminado. Lo que ilumina al hombre es su comprensión de saberse dueño absoluto de su realidad y su realidad será siempre todo cuanto sueña o ama, vive, disfruta libremente, y también las angustias y el llanto, la desesperación y la muerte. Todo le viene al hombre por las manos del hombre y por el esfuerzo del hombre por hacer cosas y darle vida a todo cuanto piensa o hace.
El hombre aprende desde que nace a comunicarse por vía de gestos instintivos e imitativos. Luego se va amoldando a realidades que van definiendo el curso de su desarrollo hasta que echa raíces en el terreno de la costumbre, su leal enemigo. El hombre no sabe hasta qué punto la costumbre se ha convertido en su peor enemigo. Trata de asimilarse dentro de ella como si todavía estuviera en el vientre de su madre o como si pasara del vientre de su madre al vientre de la costumbre. Nunca pierde el instinto que lo hace ser distinto: su capacidad de comunicación. El hombre, desde que está en el vientre de su madre, se comunica con ella de muchas maneras, incluyendo la forma telepática. Algunos hombres aprenden a comunicarse telepáticamente con el resto del mundo de una manera natural, espontánea.
Por eso me gustó mucho cuando alguien con lírico sarcasmo se querelló diciéndome que yo, probablemente, veía el fenómeno poético como evidente caso intro mental.
Esto me permitió reflexionar y aceptar que no era posible ver el fenómeno poético como un fenómeno inaccesible a la realidad de todos los hombres y de todos los países, sino que, por lo contrario, la poesía participa de todo, con todo a todos los niveles y que ella, por sí misma, es el centro de todas las cosas.
José Alejandro Peña: (Santo Domingo, Rep. Dominicana, 1964). Premio Nacional de Poesía, 1986, con su libro: "El soñado Desquite", (Colección Orfeo, Biblioteca Nacional, 1986. Reside en los Estados Unidos desde 1995 donde funda y dirige la
revista bilingüe de Poesía El Salvaje Refinado (www.elsalvajerefinado.net). Si quiere saber más de este extraordinario poeta, buscar www.paradoja.net y encontrará lo mucho que trabaja este escritor dominicano universal.
Poema: LA PALABRA.
(Del libro :El soñado Desquite)
En el mar que yo invento
con las hojas marchitas
de la palabra olvido,
hay otros mares que no
saben producir sus olas.
La palabra es un trozo
de niebla que sirve de fondo
a muchas luces inencontrables.
La palabra, desnuda luz
ya poseída, ya deshecha,
es un llanto aferrado a las cosas
que vienen buscando consuelo
en la forma que oculta
de pronto el pantano.
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