Tuesday, June 26, 2007

Relato de DINAPIERA DIDONATO, venezolana residente en los EE.UU.

Para Riolama en su cumpleaños

Aquí estoy, con la noche, dice bellamente la poeta que a veces me escribe. Recuerdo a una mujer que quise mucho y que me buscaba en sus insomnios para que le contara cuentos de mi abuela.

Volvía a ponerse de moda Omara Portuondo que al principio la calmaba, detrás del insomnio vino un diagnóstico y más atrás mis hermanos que organizaban mi salida del país porque ya ella no me necesitaría más y era inútil publicar estas cosas después de la renovación que aportó Milagros Mata Gil a Casas Muertas, un clásico de bachillerato de los años setenta. Ya nadie quiere oír hablar de mereyales transplantados a una vereda de Coche y reencontrados en el jardín botánico del Bronx, detrás de una escultura de vidrio de Dale Chihuly.

Pero la poeta me cuenta que borraron el Paso Caruachi del territorio nacional, y yo que tanto conté de las culebras en el paisaje amarillo, desvistiéndose en el matorral de mastrantos cerca del agua, y sólo había que esperar un poco. Caruachi aparecía como un resplandor. A quién le importa si nunca logramos sorprenderlas desnudas al momento de la muda pero sí escuchábamos sssssss el trazo, el viento de las culebras con las bocas llenas de flores verdes y luego alguien levantaba con una varita el traje bien muerto, generalmente mi hermano Adolfo.

A veces me despierto en medio de la noche como si nunca más pudiera vestirme y vuelvo a quedarme inmóvil, única forma de llorar que conozco y no sé cuando empecé a amanecer con esa idea fija de convencer a Adolfo y a la poeta amiga de algo que ni yo misma logro saber.


Silencio que están durmiendo los nardos.. yo también sigo despierta y de la gran nube de polvo amarillo mi abuela salió, dijo solamente tengo la fatiga. Adolfo de cuatro años, y yo de cinco y medio, inmóviles, me da la mano, en la otra la espada del rey Arturo tallada en madera por mi abuela siguiendo el dibujo del libro de comiquitas. El carro negro de viajes colectivos por puesto, de Pantera, el chofer trinitario gigante como su carro, había sonado la sirena y todo el mundo se asoma a la calle. Sabíamos que era Pantera porque su corneta sonaba La Cucaracha, La Cucaracha, Ya no puede Caminar a diferencia del resto de los carros que solían sonar Yo nací en esta ribera del Arauca, pero no se veía nada, todos quedamos automáticamente bañados del polvillo, fue cuando Adolfo me apretó la mano y con la otra agitó la espada hasta que ella cruzó la puerta tan derecha con esa tensión únicamente posible cuando sabemos que estamos a punto de caer y la familia la siguió menos nosotros que corrimos a cerrar la puerta justo a tiempo de impedir que la niebla de polvo invadiera la casa.

Y ella ahora curvada estuvo recostada unos minutos con el pecho silbándole. Adolfo todavía llevaba puesto el sombrero de moriche tejido por ella y que usó en el recibimiento y le estuvo explicando los detalles a Anselmino de nueve meses que todo se lo perdía por andar distraído gateando al lado de su mascota el bebé cunaguaro Ecco-Fido-Che -Viene en esos juegos de a ver quién araña más duro en los que se daban mutuamente el tetero para horror de la madre que apenas si abría grandes los ojos, más callada que un retrato donde dejó de sonar la música de Cuba con la que me había traído al mundo. Fue como si hubiera empezado a llover sin aviso, en su cuarto, dijo Adolfo, que no podía pronunciar la palabra trueno, abuela, que todavía llevaba su traje de viaje cubierto de polvo y los zarcillos de escarabajos de oro de mil patas que saltaban, yo sé que Adolfo también está mirando cómo le tiemblan los zarcillos por el esfuerzo ahora que ella ha levantado la mandarria sobre cada una de las cosas suyas.

Uno a uno los frascos de agua florida y un Chanelnúmerocinco sin destapar desde hacía años, la botella de licor de murano rojo, los daguerrotipos en sus bases de madera, la góndola veneciana que siempre nos pareció una urna, las polveras de carey con flores de tela y pistilos de perlitas, la botella de emulsión de Scott sin aditamento de vitamina A y D como las de ahora, la india Rosa de yeso pintado, el tubo grande de la morrona en aguardiente que ella misma agarró descuidada colgando del pomo de una puerta, el disco de Un cisne más blanco que un copo de nieve. El del Popule Meu, recuerdo de la feria del Bicentenario, voló por todo el cuarto como un bumerang, nos agachamos detrás de la cortina que ya estaba a medio caer, nos salpicaban los pies las astillas de las piedras de los anillos y el nácar de las cajas chinas de música. Lo más difícil era desbaratar las patas de la Singer con sus margaritas pintadas en dorado que una madama compasiva le envió una vez del norte, tú una artista, darling y a los artistas no les falta Dios, el cordón marrón saltó y la rueda daba vueltas y vueltas y la mandarria no podía, la madera saltó primero, los carretes de hilo de colores rodaron como metras de alcanfor. Pronto saltarían los huesos en su saco que nunca faltaba en la barriga de una máquina de coser si los sastres desobedecían la costumbre de coser sólo de día.
Después se vaciaron las cómodas, los espejos del escaparate ya estaban sonando, los botones de nácar se estrellaban contra el techo y el copete de la cama saltó como una concha destapada. Faltaban los santos con su altar completo. Adolfo y yo salimos del escondite cuando ella soltó la mandarria y se sentó en medio del desastre. Seleccionó una maleta donde guardaba la foto de una mujer que nadie conocía y le vimos meter el chinchorro, el vestido de su entierro, dijo, en un descuido yo metí uno de sus zapatos de raso pulludos, nada más de jugar porque era un recuerdo del son cubano. Iba a meter al Dr. Joségregoriobendito cuando Adolfo me haló fuera de la cortina, recostó la espada contra la rueda de la máquina que dejó de girar, y se quitó el sombrero para depositarlo en la maleta. Dijo, yo también me voy. Entonces mi abuela lo vio y decidió quedarse.

Pero Adolfo es quien cierra mi maleta ahora no sin antes echar un frasco de conservas de frutas en forma de corazón que son mis preferidos, los anacardium de las playas que ya no existen, y echa uno a uno mis manuscrito nunca publicados por una vida ocupada en poner a raya las fatigas y solamente me dice no vuelvas.

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